El Jardín zen

. La respuesta de Buda
Llegan los viajeros.
Allí está el hombre que buscaban.
Una agitación leve zumba en los pechos de los recién llegados. En sus miradas, tremola una ansiedad incontenible.
Hay mucho para atender: la curva azulada del cielo, los blancos cabellos de las nubes, que se descuelgan sobre la frente de la altura, los pájaros y su música serena y discontinua. Y los árboles. Y las plantas que exhalan aromas de húmedo frescor.
  Hay mucho para atender.
  Pero una cuerda ansiosa empuja el carro del tiempo, para que las ruedas de los segundos avancen hacia el futuro con más rapidez.
Todos quieren que Buda hable ya.
Y Buda contempla, caviloso, las cercanas ramas de un árbol.
  Un remolino de ansiedad quiebra la espera. Ya imposible. Y alguien pregunta:
 ¿Cómo llegar a Dios?
  Buda escucha. No contesta. Se aviva la luz de sus ojos. En sus manos brilla el aire tibio de la mañana. Sus dedos acarician una flor.
 El discípulo repite la pregunta.
 Buda dice: esta es la respuesta.
Y muestra la flor.
El jardín zen sin duda, es un espacio de paz para los sentidos,  es sobrio y abstracto. Con unos medios mínimos se intenta conseguir un efecto máximo. Se trata sobre todo del arte de suprimir cosas. Justo por esta limitación se potencia el efecto y se apela a la imaginación.
Según la doctrina del budismo zen, el hombre debe aspirar a vivir en armonía consigo mismo.

Esto se logra por medio de la meditación, y un jardín semejante, creado según directrices especiales, se presta por excelencia a este fin. Un jardín zen sirve de maravilla para tranquilizarse sin distracción y en armonía con el entorno. Su mayor ventaja desde luego no está en el mantenimiento del mismo. Al contrario: una vez creado, éste se debe dejar en paz, para sólo disfrutar de su presencia.

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